El último mundial




Una mañana fría de junio del 1986 me mudé por primera vez.
Después de haber vivido 9 meses sólo, pero dentro suyo, salí a la cancha de este mundo días antes de que Maradona desparrame a todo inglés que le asalte el camino y el fútbol argentino viva sus horas de mayor gloria.

A mi vieja no le gustaba el fútbol, pero a mis 4 años ya me había enseñado a repetir de un tirón los veintidós convocados para la cita italiana. Ese mundial, tan místico y pragmático, fue mi primer recuerdo consciente frente a un televisor siguiendo una pelota moverse.

Mi vieja decía que no eran más que once tipos corriendo, pero Estados Unidos '94 nos encontró con la mirada fija en un catorce pulgadas - inexplicable moda japonesa-. Ella nos decía a mí y a Elián que tomáramos toda la merienda si queríamos que Argentina cambie el rumbo del partido del partido vs. Nigeria. Ella sabía que teníamos a Caniggia y Batistuta.

Ya con Francia pisándonos los talones, comprendí esa frase que sentencia que 'la vida no es otra cosa que eso que sucede entre mundial y mundial'.
Y me esmeré en definir un nuevo tempo, en demorar el péndulo de cualquier reloj.
Y me animé a acompasar mis emociones, a acoplarlas al calendario de la FIFA.
Y me dediqué a medir el tiempo en intervalos de cuatro años, a pensar cuántos mundiales me tocaría ver, a sufrir cuántos me había perdido.

Perla pensaba que el fútbol era un deporte inculto, pero también estaba segura de que era mi mejor conexión con mi viejo - y lo seguiría siendo. Así que esa madrugada de miércoles de 2002 me dejó su lugar en la cama matrimonial para que vea cómo un puñado de rubios nos mandaban de vuelta a casa.

Y al ritmo que desfilaban la escuela, la facultad y los trabajos pasaron los mundiales de la adultez, y mientras que en Brasil el destino nos amagó una sonrisa, se fueron sin hacer ruido Alemania y Sudáfrica.  Pasaron los años, siempre de a cuatro, como pasaba la vida con sus alegrías y sus inclemencias, con sus sueños y sus despertares, con sus enredos y su fluir.

Rusia 2018 nos encontró juntos, merodéandolo, recorriendo el viejo continente sin acercarnos demasiado. Mirándolo de reojo, en los bares, en los fan-fest y en los hoteles. Aquel viaje estuvo atravesado por el fútbol.

Cuando en mayo de 2015 supieron ponerle nombre a su enfermedad, mi vieja le confesó a una amiga que quería pelearla unos cuatro o cinco años.
Estuvimos a un gol de lograrlo, pero vivimos cada encuentro con la intensidad de las finales, con la certeza de que el silbato podía sonar en cualquier momento, con el frenesí del tiempo agregado, con la alegría y la nostalgia de asumir que era nuestro último mundial.