Picardía


 

Las mañanas sin café,
la heladera vacía.
Picardía.
Remolino de recuerdos,
este ingrávido abril.

Cruzar esa puerta y no encontrar,
tu amor y tus reproches.
Picardía.
Que no se conjuguen en futuro nuestros besos.
Y la distancia.

Olvidarme de tu nombre,
pero no de tu perfume.
Picardía.
Conformarnos con este empate,
cuando ganábamos por goleada.

Confiar en la belleza de la flor,
cuando el jardín aún está oscuro.
Picardía.
Una tarde gris sin mates,
unos mates sin tu miel.

El color de tu pijama,
coincidiendo con las sábanas.
Picardía.
Navegar por cualquier río,
amarrar en el mismo lugar.
 

Picardía que tus manos,
no conversen con las mías
Picardía el desayuno,
sin el pan de cada día.
Picardía, ya no verte.
Picardía, esta poesía.

Caminar la noche




La calle estaba vacía. Apenas un perro ladraba lejos, imperceptible. El viento de mayo despoblaba la ciudad ni bien el sol empezaba a despedirse.

Silbando sin público, caminé por Dorrego hasta la esquina del café. Los mozos también se sumaban al éxodo diario hacia sus hogares. 'Guardate pibe', me gritó René desde adentro, mientras limpiaba la mesa con su trapo gastado. El clima y los miedos eran los dueños y tiranos del barrio.

Doblé por Ituzaingó, masticando las broncas y las tristezas. Mi vieja no lo podía superar: desde que se llevaron a Alicia, la casa era un sólo silencio. Junto con mi hermana, nos quitaron todas las fuerzas que nos definieron como familia. Aquel desorden italiano, esa algarabía usualmente injustificada, el viejo leyendo el diario en la mesa, rezongando y comentando cada detalle eran sólo una postal de una tierra muy lejana.

En dos años las palabras se nos habían escurrido de las paredes y yo hacía cada día, desafiando a todos los riesgos, mi mayor esfuerzo por demorar mi vuelta a casa. Metí las manos en los bolsillos de la campera negra, haciéndoles un lugar entre los lentes de sol y el pañuelo, para que el frío se sintiera un poco menos poderoso.

No escuché nada. No vi nada. No tuve tiempo de asustarme. La camioneta gris dobló en contramano y el ruido del escape estacionó justo delante de mis pies y mi perplejidad.

La puerta se abrió, violenta. Antes de que las palabras cobraran forma, un puño cerrado me impactó en la costilla. Mientras gritaba y nadie venía, un uniformado me esposó. Otro, con bigotes, se acercó tomando impulso y un rodillazo encontró mi frente sintiéndome desvanecer.

'Pará, viejo'. Todo era oscuro y confuso.  'Tiene que ser un error', solté, sediento, cuando los sentidos me fueron devueltos en otro lugar: el interior del vehículo, supuse. Tenía la cabeza tapada y algo me aferraba la boca, hasta que un bastonazo en las piernas me hizo caer de rodillas. 'Callate, callate pelotudo. Vas a saber lo que es bueno'.

Me desplomé sobre la chapa. Cuatro o seis borcegos empezaron a pisar mi espalda y a sofocar mi pedido de auxilio. 'Pendejo de mierda, qué hermoso culo tiene tu novia. Se lo miramos todos los días, cuando se toma el diecinueve'.

'Tiene que ser un error. Soy Dieg...', balbuceé, antes de que el escozor de la picana me tocara la nuca, y cuero cabelludo se tense cada vez que me tiraban del pelo, ideológicamente largo. Me sacudí del dolor, y una patada alcancé a dar.
'Quedate quieto pendejo, que ésto ya se termina'.

Mi viejo me había aconsejado tantas veces no involucrarme, y yo le había hecho caso. En especial, desde de que la pequeña desapareció. Pensé mucho en ellos dos. Por eso tenía que tratarse de una confusión. Yo había sido un estudiante ejemplar, y ahora pasaba mis últimos días mozos entre la universidad y la escritura de mi segundo libro.
¿Eran la cultura y el mundo de la ficción suficientes para ser considerado subversivo? ¿Alcanzaba con animarse a dudar para ser peligroso para el poder?

Imaginaba que no, mientras los ardores me subían por los pies, y el aire empezaba a faltarme. Decidí usar el último suspiro para lanzar mi bala de plata, lo que siempre había interpretado que me pondría a salvo: 'Soy Diego Basetti, licenciado en letras, escribo libros y me dieron el Premio Internacional Becker cuando era estudiante'.

Antes de barajar las diferentes alternativas. Antes de intuir que ya no podría caminar la noche. Antes de temer a dormir en un calabozo de torturas. Antes de ilusionarme con la posibilidad de que abran la camioneta y me tiren a la calle. Antes de darme cuenta que mi destino podía ser ninguno. Antes de comprender que podía ser arrojado al mar o la memoria colectiva, escuché lo que menos quería escuchar: 'Callate de una vez, pendejo. Sabemos bien quien sos'.

Te llamaré domingo

















La tarde irá desarmando su forma,
mi ansiedad haciéndose un lugar.
las penas y los ombligos, de a poco, se cicatrizarán.

El lugar se inundará con sahumerios intensos,
llenaré la heladera con té frío;
gastaré las palabras y las esponjas nuevas;
y abrirás las puertas con tu llave maestra.

Las ilusiones dibujaré con tus colores
Inventaré arroz holandés,
mezclando cerveza con arvejas,
combinando tus ojos con los míos.

Y cuando ya no te diga que estás linda,
ni te pregunte si ya lo había dicho.
buscaré, inútilmente,
reconocerte en otras miradas.
Y en cada insomnio te daré la razón, y una poesía.

Y cuando nos quedemos sin internet,
nuestras canciones ya no suenen
y Almúdena no tenga más hojas para contar,
cambiaré tu nombre,
y te llamaré domingo.

Tutina





Yo me le animo a la barrabrava de River, me le animo a Clarín, a Moyano y a Bush...

Yo me le animo al monstruo feo, dientón y peludo, con tentáculos, garras, moco chorreante, escupidor de fuego, cornudo, volador, marino...,
sólo si la recompensa es que, con tus 3 años, me esperes a las doce, con delantal amarillo en el Jardín de Ana, y que vuelvas a cocollito cantando "una Morocha color café"...

Y que el monstruo venga con refuerzos y yo voy sin espada, ni arcos ni flechas, ni hondas ni piedras si me promete que caminamos por Boulevard adivinando qué vamos a comer al mediodia, y si me promete también que esto es para siempre...