Nos ilusionamos, conscientes de que cada intento arrastra una contundente posibilidad de desilusión.
Nos ilusionamos con optimismo, reconociendo las carencias, aferrados más a la voluntad que al juego.
Nos ilusionamos sabiendo que toda ilusión es una forma de engaño a los sentidos, un artilugio al que recurren los magos para hacernos creer que algo está donde no; que algo se ve donde no.
Nos ilusionamos porque un mago juega para nosotros. Y lleva puesta la diez.
Nos ilusionamos en honor a tiempos mejores, que sabemos no volverán.
Nos ilusionamos en nuestra condición humana y necesitamos creer; confiar nuestras esperanzas en algún dispositivo que asegure que el futuro será mejor.
Nos ilusionamos cada vez que nuestro niño interior nos indaga por los sueños de potrero y campeonatos.
Nos ilusionamos con estar ilusionados, con darle algún sentido al tiempo que nos mira indiferente.
Nos ilusionamos pretendiendo que los días que nos separan del siguiente partido transcurran con ansiedad y angustia, alejados de la rutina gris que nos aliena.
Nos ilusionamos como mecanismo de defensa, como resistencia a un presente mediocre de pelotazos sin destino.
Nos ilusionamos y seguimos encontrando, contra viento y marea, motivos para ilusionarnos.
Nos ilusionamos, después de todo, para sentirnos vivos, un poco más vivos, hasta el próximo silbato.