Un cappuccino y un alfajor


Lorena reclinó levemente su bicicleta y sin perder un centímetro de su presencia, siempre erguida y desafiante, se dispuso a pedalear con esmero, haciendo caso omiso al calor de enero.

Su rodado veintinueve le permitía hacerse lugar entre los vehículos  y sus conductores impacientes. Cada miércoles a la tarde, su travesía arrancaba con una mueca de sonrisa irónica cuando ella se preguntaba si toda esa gente verdaderamente necesitaba llegar en auto al centro de la ciudad.

Luego de ajustar su candado y volver sobre sus pasos para asegurarse que había quedado firmemente enredado con el metal se ubicaba entre las dos mesas que siempre elegía, según estuvieran disponibles. La que daba al ventanal del frente y le permitía contemplar el frenesí del que se había logrado escapar por lo menos un rato; o bien la que miraba a la barra y le permitía anticipar a sus sentidos el infalible aroma a café de máquina.

Su mochila le cuidaba las espaldas desde la silla de madera, y mientras empezaba a saborear los compases de una bossa, le sonreía a los mozos del lugar, ya habituados a su visita semanal. Era fácil para Lorena advertir cuando la atendía un nuevo trabajador del bar. No solamente por su destreza oscilante, si no porque antes de ofrecerle cualquier menú le preguntaban si estaba esperando a alguien. Aunque las primeras veces se sintió molesta por la pregunta, luego comenzó a disfrutar de responder con sobriedad por la negativa.

Un cappuccino y un alfajor de nueces, sea invierno o verano. Poder disfrutar sin culpa ni transpiración de las mejores fusiones italoargentinas era razón suficiente para agradecer la invención del aire acondicionado.

Durante esa hora, anotaba en su agenda cualquier inspiración o pensamiento que le surgiera Y observaba. Observaba mucho. De cada mesa lejana intentaba conformarse una idea de la charla de sus integrantes, interpretaba sus gestos como si asistiera a un teatro sin ser descubierta. De cada mesa cercana, escuchaba todo e imaginaba las historias que podían tejer esas conversaciones.

Cuando vio que una pareja de ancianos se sentaba con dificultad en la mesa contigua y expresaban los dolores que los años ya no borrarían de sus cuerpos, recordó que esa mañana, al despertar, su cintura le había molestado un poco más que en los últimos meses. Sacó rápido su lapicera, y después de obligadamente hacer unas rayas en el vértice derecho de la hoja para que la tinta recuperase su fluidez, anotó:

                        Envejecer no es cosa de viejos,

                        es comenzar a ser conscientes -conscientemente- de nuestra finitud

Se quedó un momento paralizada, porque una vez escritas,  las palabras le sonaban conocidas, le retumbaban en la hoja. Sus pensamientos aún naufragaban cuando un brazo dejó la infusión sobre la mesa y la devolvió a la realidad.

Suspiró sin notarlo, e inspiró profundo para que las propiedades del café le impregnen el olfato. Con la cuchara prolijamente fue disfrutando de cada gramo de crema, para luego devorar con avidez el alfajor recurrente. 

Lorena no sabía exactamente qué era la libertad, pero en ese encuentro semanal consigo misma sentía algo muy parecido.