Siga, siga




Asistir a un estadio del fútbol argentino representa, hoy, desnudar todo lo que escondemos como sociedad. Todo lo que no queremos ver. O peor incluso, aquello que fuimos cediendo sin resistirnos demasiado.

La epopeya de presenciar un partido empieza en el acceso a los estadios. Operativos multimillonarios que se esfuerzan en concentrar el control donde, se sabe, no hay inconvenientes. Así se ensanchan las filas a la intemperie de los 0 o 40 grados, los malos tratos y las metodologías arcaicas para el ingreso. Y el remedio mal aplicado supo reforzar al virus. Así fuimos hamacándonos entre el AFA plus, datos biometricos, tribuna segura y entradas QR. Gambetas de humo para hacer de cuenta que hacemos algo.

Puertas adentro, la amabilidad hacia los socios, quienes dan sentido a todo esto - con pasión y dinero - no mejora demasiado. Las instalaciones tienen siempre el menor mantenimiento posible. En general, los baños se quedan sin agua y las tribunas no son pensadas para que cualquier persona con capacidad reducida pueda sentirse parte.

Desde hace más de una década el fútbol argentino se juega sin visitantes: una prueba irrefutable de la intolerancia que nos identifica. Convivir con un otro, aceptar la derrota (que implique la victoria y el goce ajenos) no está dentro de las posibilidades.

El fútbol tiene la capacidad de aglomerar por un par de horas a todo el espectro socioeconómico de una ciudad. Los colores no entienden del ingreso per cápita, y  quien sobrevive en un barrio sin agua corriente se mezcla con un empresario acaudalado. Y los mismos lazos que tejen la inseguridad en la que vivimos a diario se proyectan en el fútbol los fines de semana. El delito organizado encuentra un terreno fértil en los albores de los clubes. Una renta extraordinaria que merece ser distribuida y no puede llevarse adelante sin un entramado político-judicial-policial que brinde logística y amparo. Los propios dirigentes de los clubes se suman también al torneo, garántizandose grupos de choque de los que ningún emprendimiento de poder puede prescindir.

En los últimos dos meses los hinchas de Colón asistimos a enfrentamientos armados dentro del estadio (frente a Aldosivi), y fuera del mismo (festejo por el aniversario del campeonato), tiroteos con la policía e hinchadas rivales por copas internacionales.

¿Que pasaría si los socios y socias nos concentraríamos en la puerta del club pidiendo el fin de la violencia?

¿Qué pasaría si los presidentes de los clubes de la ciudad dieran una conferencia conjunta junto a referentes municipales y provinciales de todos los partidos políticos para dar una muestra de compromiso y unidad?

¿Qué pasaría si los periódicos de la ciudad y las radios más importantes emitieran un comunicado conjunto para salvar lo más hermoso que tenemos?

Quizás podría ser un primer paso, para que no todo sea esperar a que el próximo resultado nos cambie el humor, haga olvidar todo lo vivido y  el árbitro diga siga, siga que el show debe continuar.

 

Segundos Tiempos

 ¿Y si supiésemos unos minutos antes que algo determinante está por sucedernos?

¿Y si conociésemos con anticipación que en el próximo rato va a ocurrir algo importante, algo capaz de reconfigurar nuestro semblante, nuestro humor, nuestra forma de relacionarnos con los demás?

¿Qué pasaría si, además, aquello que sucederá fuese definitivo, inapelable?

Quizás, como dice Charly, esperando nada menos que a su muerte, sólo con ser avisados bastaría para que nos arreglemos un poco. Quizás pondríamos atención en los detalles ínfimos, en cualquier señal que advierta que nuestro destino está a punto de marcarse.

En general no nos ocurre. Esas mañanas trascendentes amanecemos indiferentes al devenir que nos hará conocer a una persona que recordaremos para siempre, o aquel lugar que pisaremos por primera vez y ya no se irá de nuestra memoria.

En general no. 

Pero cada vez que, sentados en una tribuna, frente al televisor o escuchando la radio el árbitro le da sonido a su silbato después de quince minutos de incertidumbre, sabemos que algo va a suceder. Algo que condicionará los días futuros. Algo que nos puede llevar desde la apatía a la ansiedad, sin escalas. Algo que inevitablemente se resuelve en los segundos tiempos.









Espíritu Amateur

En un fútbol híperprofesional, mercantilizado y mediocre, a veces aparecen gestos que nos llevan a la esencia de este juego: ser niños otra vez. 

Un tipo de 33 años que no nació deportivamente en la ciudad se quiebra emocionalmente por quedarse afuera de un clásico, a los diez minutos de partido, por un golpe involuntario.

A pesar de todo lo que nos pasa, el espíritu amateur sigue siendo algo que nos distingue. Quizás un buen punto de partida por si alguna vez pretendemos recuperar el fútbol de estas tierras.



Envidia Sana

Convengamos que es una expresión de mierda. Un oxímoron gramatical. Deberíamos resistir tenazmente a combinar palabras como quien combina una camisa a cuadros con una bermuda de baño.

El adjetivo sana denota armonía, equilibro, intregridad física, psíquica y emocional. La envidia no tiene nada de esto. En pos de un deseo de lo ajeno, emergen nuestros sentimientos más viles.

Algunos argumentan que envidiar sanamente es relativo al objeto deseado sin desmerecer a quien tiene la fortuna de poder realizarlo. Y así supuestamente envidiamos sanamente un viaje, o un auto por ejemplo, sin un dejo de maldad. A mí no me cierra.

Envidiar sanamente es quizás una de las tantas formas de simplificar algo que, o bien no se envidia realmente, o bien no sanamente. Dos cadenas de letras condenadas a expresarse de forma consecutiva para decir sin decir.

Envidiar sanamente es Papá Noel. Algo que necesitamos recrear cada vez para reconocer, de modo romantizado, la contradicción de nuestros pensamientos.

Envidiar sanamente no existe.

Hasta que doblo la esquina, y me sorprende un muchacho -de unos treinta, cuarenta y pico - conversando y caminando a paso lento, estrechando el brazo de quien pareciera ser su madre. 

Y me resigno a envidiarlo. Profunda y sanamente.





Un cappuccino y un alfajor


Lorena reclinó levemente su bicicleta y sin perder un centímetro de su presencia, siempre erguida y desafiante, se dispuso a pedalear con esmero, haciendo caso omiso al calor de enero.

Su rodado veintinueve le permitía hacerse lugar entre los vehículos  y sus conductores impacientes. Cada miércoles a la tarde, su travesía arrancaba con una mueca de sonrisa irónica cuando ella se preguntaba si toda esa gente verdaderamente necesitaba llegar en auto al centro de la ciudad.

Luego de ajustar su candado y volver sobre sus pasos para asegurarse que había quedado firmemente enredado con el metal se ubicaba entre las dos mesas que siempre elegía, según estuvieran disponibles. La que daba al ventanal del frente y le permitía contemplar el frenesí del que se había logrado escapar por lo menos un rato; o bien la que miraba a la barra y le permitía anticipar a sus sentidos el infalible aroma a café de máquina.

Su mochila le cuidaba las espaldas desde la silla de madera, y mientras empezaba a saborear los compases de una bossa, le sonreía a los mozos del lugar, ya habituados a su visita semanal. Era fácil para Lorena advertir cuando la atendía un nuevo trabajador del bar. No solamente por su destreza oscilante, si no porque antes de ofrecerle cualquier menú le preguntaban si estaba esperando a alguien. Aunque las primeras veces se sintió molesta por la pregunta, luego comenzó a disfrutar de responder con sobriedad por la negativa.

Un cappuccino y un alfajor de nueces, sea invierno o verano. Poder disfrutar sin culpa ni transpiración de las mejores fusiones italoargentinas era razón suficiente para agradecer la invención del aire acondicionado.

Durante esa hora, anotaba en su agenda cualquier inspiración o pensamiento que le surgiera Y observaba. Observaba mucho. De cada mesa lejana intentaba conformarse una idea de la charla de sus integrantes, interpretaba sus gestos como si asistiera a un teatro sin ser descubierta. De cada mesa cercana, escuchaba todo e imaginaba las historias que podían tejer esas conversaciones.

Cuando vio que una pareja de ancianos se sentaba con dificultad en la mesa contigua y expresaban los dolores que los años ya no borrarían de sus cuerpos, recordó que esa mañana, al despertar, su cintura le había molestado un poco más que en los últimos meses. Sacó rápido su lapicera, y después de obligadamente hacer unas rayas en el vértice derecho de la hoja para que la tinta recuperase su fluidez, anotó:

                        Envejecer no es cosa de viejos,

                        es comenzar a ser conscientes -conscientemente- de nuestra finitud

Se quedó un momento paralizada, porque una vez escritas,  las palabras le sonaban conocidas, le retumbaban en la hoja. Sus pensamientos aún naufragaban cuando un brazo dejó la infusión sobre la mesa y la devolvió a la realidad.

Suspiró sin notarlo, e inspiró profundo para que las propiedades del café le impregnen el olfato. Con la cuchara prolijamente fue disfrutando de cada gramo de crema, para luego devorar con avidez el alfajor recurrente. 

Lorena no sabía exactamente qué era la libertad, pero en ese encuentro semanal consigo misma sentía algo muy parecido.