Nombres Propios



Martina abrió la mesita de luz y sus dedos, todavía húmedos por la ducha reciente se movían rápidamente en el cajón. No encontró los aritos que buscaba, pero se conformó con unos enchapados en oro, apretó dos veces el dispensador del perfume contra su cuello, y salió rápidamente a la calle.

Apurada y desabrigada, como era su costumbre, revisó su teléfono varias veces durante las pocas cuadras que mediaban entre su casa y el Banco. Aunque llegaba tarde, tuvo tiempo de perturbarse con una oferta exhibida en la mercería anterior a la entidad financiera. Liquidación por cierre. Todo al Costo. Suspiró, y su suspiro fue más consciente que nunca, profundo a tal punto que necesitó el roce de otro peatón acelerado para volver en sí y continuar su rumbo. Eran tiempos díficiles (¿cuándo no lo habían sido en este bendito país?) y ella estaba decidida a firmar un crédito para completar la inversión inicial que necesitaba su nuevo sueño emprendedor.

Nadie sabe en un banco los miedos que esconden las personas que pacientemente se sientan a esperar su turno. Nadie indaga en demasía sus pensamientos, sus riesgos, sus ideas brillantes. Las camisas y corbatas que sus empleados lucen prolijamente están a tono con el preciso y ajustado rol que les fue conferido para ser un engranaje más de un sistema que funciona. Al menos para los Bancos. 'Balbuena' gritó una voz desde la línea de cajas.

Cada vez que Martína escuchaba su apellido, podía percibir cómo su pecho se expandía en el orgullo de identificarse con el mismo apellido que provenía de su madre, Marcela, y de su abuela Mercedes. Aunque bien sabía que los motivos por los cuales tres generaciones no portaban apellidos paternos eran más oscuros y abandónicos que románticos, prefería ver en las ocho letras que componían Balbuena las marcas de fortaleza y valentía con las que había crecido alrededor.

Se paró de inmediato, mostró los últimos papeles y completó el formulario final sin devolver la sonrisa protocolar recibida por el uniformado. Si era posible sentir alivio y peso al mismo tiempo, lo estaba experimentando.

Desde niña, cuando caminaba su madre la acompañaba de la mano por la peatonal santafesina, había advertido con notable inquietud cómo los bares, desbordados en murmullos futboleros y políticos, eran frecuentados exclusivamente por hombres mientras que las tiendas eran prácticamente territorio femenino, donde las charlas se resumían a la vida familiar de vendedoras y clientas. Cada vez que imaginaba su inminente local, estaba convencida que tal puesta en escena sería una forma de corregir ese pasado, su granito de arena por un mundo menos sexista.

Martina se consideraba una mujer creativa. 'Más creativa que mujer', se repetía sonriendo para dentro, intentando disimular sus treinta y cinco años muy bien llevados. Un lugar mediano, en el macrocentro de la ciudad, donde pudieran juntarse las líneas separadas de su infancia. Un espacio con estilo, donde se sirvan cafés nobles a un precio razonable, donde se intercalen libros con ferias de diseño artesanal, donde los diferentes emprendedores y emprendedoras de la zona encuentren su lugar para exhibirse. Estaba segura: la idea, tenía casi tres décadas de maduración en su cabeza. Y ahora que el dinero ya no era un impedimento, los frutos estaban, por fin, al caer.

Sus años en el oficio del marketing le habían enseñado que tan importante como crear algo era saber nombrarlo. Así lo había puesto en práctica con cada uno de sus tres novios, a los cuales se encargaba de rebautizar con el paso del tiempo, a través de algún apodo creado por ella, con la intención de dejar alguna marca indeleble, un punto trascendente en sus memorias. Entre esos pensamientos aquella noche fría de agosto la encontró desvelada. Después de armarse con un buzo deportivo, fue por un tilo a la cocina y encendió su computadora. Necesitaba un nombre.

Su cabeza navegó sobre mares de diversas ideas: ensayó con algunos lugares del mundo que había visitado y otros que anhelaba visitar; exploró exhaustivamente los personajes de sus novelas preferidas; repasó personalidades históricas que admiraba. Nada pudo convencerla sin embargo. Se desplomó en la silla, y cuando notó que volvía a amigarse con el sueño recordó los aros que no había encontrado durante la mañana. A pasos lentos volvió a su habitación. Esta vez, con más tiempo para revolver íntegramente el cajón y sus recovecos. Mientras se entrenenía redescubriendo joyería que hace tiempo no usaba, se topó con el anillo que su abuela le supo regalar algunos días antes que su castigado cuerpo la deje en paz. Se le dibujó una mueca de satisfacción en el rostro y retornó exaltada a completar su diseño.

Aunque siempre había detestado la Ferretería Los Gonzalez porque consideraba en su nombre la proyección narcisista de sus dueños; aunque no encontraba otra explicación para la Carnicería Donatti sino la falta de originalidad; aunque la Heladería Rodrigo le parecía una forma ególatra de denominar a un lugar comercial; aunque la autoreferencia no habían dormido demasiado en su almohada sopló sus manos para darles calor, volvió a mirar las iniciales inscriptas en el anillo y tipeó a toda velocidad:

MB. Tienda y Café. Un lugar para mujeres y hombres.