Balas negras



Dos balas desalmadas cruzan el cristal y se ajustan en la cabeza de Lucas González. Dos balas de un policía que mata sin uniforme. Dos balas que terminan con los sueños de su sangre adolescente.

Dos balas que minutos antes de ser eyectadas no tenían nombre, aunque sí color. Dos balas estereotipadas, mezcladas con odio, al servicio de quienes pretender ejercer su cuota de poder siempre frente a los más débiles.

Dos balas que seguramente no alcancen para discutir la falta de profesionalización de las fuerzas de su seguridad ni su rol en el delito organizado, aunque sus nueve milímetros de muerte quizás desarmen los prejuicios para entender que no hay casos aislados, sino una forma de violencia institucionalizada recurrente a lo largo y ancho del país.Según la CORREPI, desde el regreso de la democracia se produjeron a razón de 171 casos de gatillo fácil por año. 

Una de las mayores conquistas del movimiento feminista es precisamente identificar los femicidios como una conducta sistémica que todos, de alguna forma, reproducimos. Quizás sea tiempo de no sólo clamar justicia por Lucas, si no también indagar los patrones que hacen que las balas del Estado se usen cíclicamente contra los más rezagados.



Apalabrados


En Brasil

se puede preguntar ¿Qué horas son?.

Los novios están necesariamente namorados.

Estar enamorado significa estar apaixonado

y algo que está demais, no está claramente de más.

No es un error hablar con artículos delante de sustantivos propios, 

por lo que  El Gustavo y La María son siempre bienvenidos.

En Brasil, es más fácil que el amor sea un puente,

porque puente es femenino.


En el idioma Alemán, 

existieron desde siempre 

palabras que no se autoperciben dentro del
sexismo binario.

La luna y el sol siguen encandilados uno por la otra.

Mientras ella ilumina los días, 

las poetisas y los poetas noctámbulos le escriben a Der Mond,

siempre seductor entre cráteres y bigotes.


La letra jota, tal como la conocemos y pronunciamos

no existía antes de que los árabes la impregnen en España.

También en la gran mayoría de palabras que comienzan con la raíz Al-

sobreviven los musulmanes expulsados de su patria hace cinco siglos.


Un'estate italiana

fue escrita para todos los tiempos.

Los sueños de una generación, 

condensados en el sentimiento más trivial y profundo,

resumidos en una sinfonía con esquirlas de guerra fría.

Un canto utópico y nostálgico 

no podría haberse nunca compuesto en los años noventa

si el verano fuera masculino para los italianos.


Quizás cuando nos fue concedido por un Dios

el derecho a nombrar las cosas,

creímos que esto nos hacía dueños

de las cosas y también de las palabras.

Quizás ignoramos que éstas nos anteceden.

Quizás Dios tenga algo que ver con las palabras.


San Cayetano


El chijete que se iniciaba en la puerta mal enmarcada le besó la frente y se adelantó al despertador previsto para las 6:15. Todavía con los párpados pegados, caminó descalzo hacia la habitación que compartían sus hijos e hijas y les dio la orden -siempre indiscutible aunque el invierno se resignase a abandonar el cubículo de chapas y ladrillos- de alistarse para ir a la escuela.

David abrió la garrafa y le dio fuego a la pava que sería fuente de mates para él, y mates cocidos para el resto de la familia. En una heladera donde sobraba frío, encontró el azúcar y cargó de falsos nutrientes las cuatro tazas.

La bocina de su compañero de obra lo sorprendió con el cigarrillo a medio terminar. Dio una última pitada profunda, consciente de la necesidad de despertarse del todo y de disfrutar también del único tabaco diario que la economía permitía.

Hasta el mediodía el tirón se hacía sencillo. Prefería las descargas del camión de ladrillos, la preparación de la mezcla y el armado de pilares. Él creía que la rutina lo salvaba de pensar. Pero si alguna preocupación lo avanzaba intentaba trabajar cerca del ruido de las mazas que picaban paredes y aturdían cualquier interrogante que un ayudante de albañil se permitiera indagar. La semana próxima estaba anunciada lluvia y David no quería siquiera imaginar cómo navegaría entre el barro y las cuentas flacas.

Recién durante la interminable espera del colectivo para regresar,  sus tripas le reclamaban atención que él sabía soportar. Aunque a veces, casi clandestinamente, cambiaba los mil pesos recién cobrados para que una factura de hoy, abultada de dulce de leche, se deshaga en su boca.

Cuando sus hijos lo veían desde lejos acercarse caminando al barrio dejaban la pelota, el celular  y los sillones para entrar raudamente a la casa, donde simulaban retomar las tareas escolares pendientes. David sentía que era necesario decirlo una vez más: 'Sigan así, hasta que no terminen la escuela acá no vienen con ningún novio o novia'.

Si Nadia volvía tarde de la casa donde trabajaba, era él quien mezclaba las verduras con arroz o fideos. El guiso y la televisión  los acompañaba cada noche. A excepción de algún partido de Boca,  no encontraba nada interesante para ver y para entretenerse dejaba sintonizado algún debate en los canales deportivos o políticos. Se iba a dormir con una sensación extraña y molesta en el estómago cuando escuchaba decir a señores muy bien trajeados que se había perdido la cultura del trabajo.

26 de junio

Esa tarde no estaba en el Chateau. Mi viejo había sacado el viejo televisor 20’’ de su habitación -el único que había en la casa- y lo cruzó de frente al comedor. Fue el primer partido que recuerdo vivido con nervios. A pesar de mis siete años recién cumplidos, no podía dejar de ir al baño.

Desazón. Esa es la palabra. Conocí su significado ese día. Hace un tiempo, en el departamento donde vivo, mi reloj de pared se quedó sin pilas. Me pareció un homenaje a ese dolor temprano dejarlo clavado en las 14:30, como marca el cartel electrónico en la foto. 

Últimamente podría haberlo actualizado a las 17 hs, cuando cuarenta mil llorábamos de emoción en Paraguay, o a las 21 cuando Pitana dijo que éramos campeones por primera vez. Pero prefiero no olvidarme de ese veintiséis de junio, para seguir recordando que las derrotas son los verdaderos aprendizajes, y no olvidar nuestros sufridos puntos de partida.

Timbres


Las primeras luces de la mañana se filtraron por las hendijas de su persiana y la habían sorprendido en un sueño profundo y postergado que sólo pudo detener la insistencia de su teléfono viejo, devenido desde hace un tiempo en despertador.

Notó cómo el sol se las ingeniaba para colarse en la escasez de espacios que ella había pretendido dejarle, y mientras sus párpados se resistían todavía a separarse, sus sentidos se alarmaron al reconocer que era invariablemente tarde para amanecer lentamente frente al trajinado día que se avecinaba. 

Chocando contra una silla que acumulaba centímetros de ropa usada en los últimos días, llegó hasta el baño con el móvil ya provisto de datos y de quehaceres. Las llamadas perdidas que aparecían en las notificaciones no le permitieron disfrutar del alivio que entrega el primer efluvio de cada mañana.

El café concentrado y apenas batido terminó por sacudirla y devolverla a su condición humana. Ludmila se sentó a la mesa, que en el último tiempo hacía también de oficina, y frente a su notebook contestó los primeros correos de la jornada. Antes que su voz pueda aclararse del todo, devolvió las llamadas pendientes y e intentó concentrarse en la clase Econometría que la plataforma de su ordenador le devolvía. 

Nunca había sido sencilla la proeza de estudiar y trabajar en simultáneo. Menos aún, cuando la virtualidad permitía que ambas cosas se sucedan literamente a la par. Y era muchísimo más difícil cuando a la vez, se sostenían conversaciones por whatsapp con diferentes personas y grupos para los ámbitos académicos, laborales y personales.

Recordó que hoy era el día médico para su abuelo y aprovechó el recreo para hablar brevemente con su abuelo, quien siempre cambiando de tema, tenía alguna cita o frase a mano que Ludmila encontraba oportuna para sus horas. "No se puede caminar rápido y silbar" había soltado antes de cortar la línea y había dado justamente en la médula del vértigo en que ella (y quizás su generación entera) se encontraba envuelta.

Ya con los ruidos que su estómago le propinaba por la falta de elementos sólidos, se quedó pensando en cuántas veces había escuchado silbar por la calle últimamente. Y había ido por más. Intentó escarbar en su memoria si alguna vez había visto abiertamente silbar a una mujer. 

Sin dejar de repasar las redes sociales que administraba, tomó los últimos apuntes y cuando al levantar la vista vio que el reloj emparejaba sus agujas en las doce, comprendió que se escurrían sus posibilidades de conformar un almuerzo saludable. Dejó atrás las pantuflas, se colocó un jeans ajustado y sin desconectarse -y ni siquiera anunciarlo- bajó por el ascensor en busca de provisiones.

Reconocer la ciudad en los mediodías siempre le había resultado un evento trágico. Las personas se abarrotaban en las paradas de colectivo, caminaban a un ritmo acelerado y la impaciencia de los autos impartía una serenata de bocinas que dibujaban la vida en el microcentro. 

Sintió un poco de culpa al pensar que estaba utilizando su tiempo laboral y formativo para tareas, que de haber sido bien planificadas hubieran encontrado otro tiempo. Aunque, por otra parte, pensó Ludmila, la vida en su incipiente adultez se había resumido a un exceso de planificación. Un detallado checklist que la hacía sentirse demasiado autómata a menudo.

Respiró profundo y aunque su paso era dinámico, procuró desafiar a la física y hacerle caso a Don Osvaldo, juntó sus labios e impulsó desde sus pulmones hasta que un tímido y agudo sonido se perdió en el viento de la ochava.

Había llegado a sonreir, o al menos sus comisuras se habían relajado cuando escuchó sonar de nuevo su teléfono. Aunque instintivamente su mano ya iba en busca de su bolsillo, se detuvo a medio camino, adjudicándose el derecho a caminar unas cuadras sin estímulos externos.

Levemente orgullosa de su autocontrol, mezcló manzanas con pomelos en una bolsa, tomates con huevos en otra y se decidió a caminar de regreso a su vivienda, esta vez volviendo por la mano de enfrente.

Su paz volvió a interrumpirse cuando se dio cuenta que las sendas peatonales eran solamente un gasto de pintura, y le tomó más de un minuto animarse a poner un pie en el pavimento. Su teléfono volvió a sonar y esta vez sus manos cargadas impidieron dar respuesta a la llamada entrante. ¿De qué se trataba la posmodernidad si no había espacios para desenchufarse unos minutos?

Sintió cómo las notificaciones se acumulaban en su móvil, y aunque permaneció estoica, llamó con pesadumbre al ascensor del edificio. El timbre de su teléfono volvió a sonar, esta vez un poco más lejano. Sin soltar las bolsas, colocó las llaves en las dos cerraduras que marcaban su puerta. Ludmila comprendió que estaba estresada cuando vio que su samsumg estaba sobre la mesa, recobrando batería.

Gracias

Gracias. A los que alientan siempre, y a los hinchas del resultado. A los que pagaron la cuota durante toda la pandemia y a los que tuvieron que recortarla porque la olla llamaba primero. A los socios vitalicios y a los que sufren todavía por la radio. A los cuarenta mil que viajaron a Paraguay y a los que se quedaron embanderando la ciudad. 

Gracias. A los relatores que dejan el alma en cada emoción, y a los que no le salen las palabras. Al periodismo que analiza con rigor técnico y conocimiento de causa, y al que habla con el diario de lunes. A los que interpretan la responsabilidad de ser nuestra voz, y a los que creen que pueden decir cualquier cosa.

Gracias. A los dirigentes que trabajaron por esta utopía, y a los que pusieron primero sus intereses personales. Aunque a fuerza de lágrimas, de ellos también aprendimos. A los que apostaron a las divisiones inferiores y a los que no le pagaron en término a cada entrenador juvenil. A los que hicieron crecer cada tribuna y a los que hoy no pueden siquiera acercarse al Centenario.

Gracias. A los que dejaron la vida en cada pelota, a los que resignaron salario para masticar un sueño. A los que sienten la camiseta desde pibes y a los que se quedaron a jugar con más dudas que ganas. Gracias a los goles y a las atajadas, a las recuperaciones, a las proyecciones y a los centros mal tirados. 

Gracias. A los líderes que convencen, y a los convencidos. A la templanza de un entrenador, que con más futuro que historia ya no saldrá de nuestro corazón. Gracias a la línea de tres, a la línea de cinco, a la línea de cuatro en una semifinal, y a jugar sin delanteros el partido más importante de nuestra vida. A los cambios demorados, a las formaciones sin confirmar. Gracias por la hermosa habilidad de optimizar los recursos para disimular carencias y maquillar con una estrella las heridas y las ansias de 116 años.

Ex niño

 

Hoy no amanecí. Aunque así decirlo no sería estrictamente preciso. Una parte mía hoy se incorporó, desayunó, se lavó los dientes y se vistió para dar comienzo a otro día laboral. Pero otra parte, que me acompañaba desde siempre y hasta ayer, se quedó durmiendo, en un letargo infantil y profundo.

Muchos años después de que Papá Noel me confirmara su inexistencia creí que ese había sido el punto a partir del cual mi niñez estaba terminada. El mundo irreal que tramaba Santa Clauss junto a los Reyes Magos y el Ratón Pérez se había desplomado en minutos, desplazando la fantasía y el contacto con los semidioses por una vida más mundana y tangible.

Hoy que amanecí con esta carencia, que siento en la piel tanto el frío de mayo como el color de la ausencia, propia e incipiente. Hoy creo, que asisto al final de mi segunda y última infancia, esa que no enarbola superhéroes ni se proyecta en paisajes de ciencia-ficción; esa que no concilia el descanso rápidamente ni se refugia en el ocio, pero que consiste en la existencia de alguien que nos siga viendo como tales; un otro o una otra que registre nuestra niñez, con su inalienable fragilidad. Que se preocupe por si comimos, si nos visitamos, si llegamos tarde o si noviamos.

Hoy amanecí por la mitad, y me parece que eso que perdí, que se me cayó desde adentro, se lo lleva el último de nuestros abuelos vivos.

Luego llueve





Estoy en pensando en la lluvia,

como la piensa la tierra sedienta;

como la piensan los campos surcados, 

ávidos de la cosecha.


Estoy pensando en la lluvia,

como esa excusa para el faltazo escolar,

como el guiño de la suerte a un remisero,

como el grito herido de los barrios inundados.


Estoy pensando en la lluvia

como se piensa en las acacias o en los colibríes;

como se piensa en un día cualquiera,

en un veinte de mayo o en un trece de noviembre

audaz, copioso.


Estoy pensando en la lluvia como verdad absoluta,

como prueba inequívoca del contacto con los dioses imaginarios,

una ofrenda de la naturaleza hacia la humanidad.


Estoy pensando en la lluvia como música que acompaña

a los cuerpos que se buscan, se reconocen y se encuentran

enredados entre las siestas y las sábanas,

urgidos de placer y calma.


Estoy pensando en la lluvia como un observador;

con sus contradicciones y sus certezas gravitatorias,

como un tercero, ajeno a la escena,

intérprete involuntario añadido a su paisaje.


Ilusos


Nos ilusionamos, cíclicamente.

Nos ilusionamos, conscientes de que cada intento arrastra una contundente posibilidad de desilusión.

Nos ilusionamos con optimismo, reconociendo las carencias, aferrados más a la voluntad que al juego.

Nos ilusionamos sabiendo que toda ilusión es una forma de engaño a los sentidos, un artilugio al que recurren los magos para hacernos creer que algo está donde no; que algo se ve donde no.

Nos ilusionamos porque un mago juega para nosotros. Y lleva puesta la diez.

Nos ilusionamos en honor a tiempos mejores, que sabemos no volverán.

Nos ilusionamos en nuestra condición humana y necesitamos creer; confiar nuestras esperanzas en algún dispositivo que asegure que el futuro será mejor.

Nos ilusionamos cada vez que nuestro niño interior nos indaga por los sueños de potrero y campeonatos.

Nos ilusionamos con estar ilusionados, con darle algún sentido al tiempo que nos mira indiferente.

Nos ilusionamos pretendiendo que los días que nos separan del siguiente partido transcurran con ansiedad y angustia, alejados de la rutina gris que nos aliena.

Nos ilusionamos como mecanismo de defensa, como resistencia a un presente mediocre de pelotazos sin destino.

Nos ilusionamos y seguimos encontrando, contra viento y marea, motivos para ilusionarnos.

Nos ilusionamos, después de todo, para sentirnos vivos, un poco más vivos, hasta el próximo silbato. 



Menem lo hizo


No me exijan que aborde su muerte de forma protocolar y respetuosa, porque después de cien años de historia ferroviaria, nuestros trenes siguen en los galpones con las vías oxidadas y los pueblos aislados de la producción y el desarrollo.

No me pidan que escriba desde la corrección política, porque basta con asomar un pie en la calle para advertir que todavía no fuimos capaces de resolver muchos de los males menemistas. Un modelo de país importador, que detuvo el andar de miles de fábricas y expulsó del sistema a millones de trabajadores y trabajadoras. 

No pretendan que las letras queden a media asta cuando la deuda externa sigue achicando las porciones en los barrios y los bancos privatizados durante su gestión no son capaces de otorgar líneas de crédito blandas para reactivar las industrias.

No me obliguen a tipear estas líneas dentro de unas horas, alejadas de las condolencias y la sacralidad que nos envuelve en cada luto, cuando la muerte nos salpicó en la AMIA, cuando Río Tercero voló por los aires.

No busquen conmoverme con cintas negras cuando la cámara de José Luis Cabezas quedó oscura para siempre.

No recurran a argumentos de racionalidad, mientras
los científicos fueron mandados a lavar los platos.

No me fuercen a pertenecer a una sociedad europea, y rescatar las investiduras presidenciales con la institucionalidad que amerita el caso, cuando se gobernaba con estilo de celebrity, desde la superficialidad, la ostentación y el machismo.

No me manden a la estratósfera  si Carlos se fue siendo Senador Nacional, doblemente condenado por la justicia pero sin que Dios y la Patria lo demanden. Quizás deberíamos empezar a hacernos cargo nosotros.



Pero



Casi llegaba a creer que el pasado rimaba con tu nombre,

pero hoy los jazmines se abrieron blancos, incandescentes.

Y se miraron con el sol, 

en la complicidad de quienes saben que somos ciclos.


Sin quererlo, ya me sentía acostumbrado a los desvelos sedientos

pero tu cuerpo emerge desde el fondo de los mares,

y cubierto por las sales 

me invita a liberarme de todas las amarras. 


Algunas mañanas forjaba la convicción del necesario desencuentro,

pero en las madrugadas me impregnan tus jugos más tibios,

aunque sigo ignorando si es el recuerdo de su olor,

o el olor de su recuerdo.

  

Podía afirmar que me estaba amigando con tu ausencia,

pero en silencio me asaltan tus besos cohesionados,

y se encadenan uno tras otro,

para aprisionar solo un deseo. 


Las certezas sobre las que caminaba  me hacían sentir blindado,

pero al mínimo intersticio me sorprende la tensión de tu piel

que pretende desafiar al tiempo y dejar latiendo

la sincronía de nuestro sexo.