26 de junio

Esa tarde no estaba en el Chateau. Mi viejo había sacado el viejo televisor 20’’ de su habitación -el único que había en la casa- y lo cruzó de frente al comedor. Fue el primer partido que recuerdo vivido con nervios. A pesar de mis siete años recién cumplidos, no podía dejar de ir al baño.

Desazón. Esa es la palabra. Conocí su significado ese día. Hace un tiempo, en el departamento donde vivo, mi reloj de pared se quedó sin pilas. Me pareció un homenaje a ese dolor temprano dejarlo clavado en las 14:30, como marca el cartel electrónico en la foto. 

Últimamente podría haberlo actualizado a las 17 hs, cuando cuarenta mil llorábamos de emoción en Paraguay, o a las 21 cuando Pitana dijo que éramos campeones por primera vez. Pero prefiero no olvidarme de ese veintiséis de junio, para seguir recordando que las derrotas son los verdaderos aprendizajes, y no olvidar nuestros sufridos puntos de partida.

Timbres


Las primeras luces de la mañana se filtraron por las hendijas de su persiana y la habían sorprendido en un sueño profundo y postergado que sólo pudo detener la insistencia de su teléfono viejo, devenido desde hace un tiempo en despertador.

Notó cómo el sol se las ingeniaba para colarse en la escasez de espacios que ella había pretendido dejarle, y mientras sus párpados se resistían todavía a separarse, sus sentidos se alarmaron al reconocer que era invariablemente tarde para amanecer lentamente frente al trajinado día que se avecinaba. 

Chocando contra una silla que acumulaba centímetros de ropa usada en los últimos días, llegó hasta el baño con el móvil ya provisto de datos y de quehaceres. Las llamadas perdidas que aparecían en las notificaciones no le permitieron disfrutar del alivio que entrega el primer efluvio de cada mañana.

El café concentrado y apenas batido terminó por sacudirla y devolverla a su condición humana. Ludmila se sentó a la mesa, que en el último tiempo hacía también de oficina, y frente a su notebook contestó los primeros correos de la jornada. Antes que su voz pueda aclararse del todo, devolvió las llamadas pendientes y e intentó concentrarse en la clase Econometría que la plataforma de su ordenador le devolvía. 

Nunca había sido sencilla la proeza de estudiar y trabajar en simultáneo. Menos aún, cuando la virtualidad permitía que ambas cosas se sucedan literamente a la par. Y era muchísimo más difícil cuando a la vez, se sostenían conversaciones por whatsapp con diferentes personas y grupos para los ámbitos académicos, laborales y personales.

Recordó que hoy era el día médico para su abuelo y aprovechó el recreo para hablar brevemente con su abuelo, quien siempre cambiando de tema, tenía alguna cita o frase a mano que Ludmila encontraba oportuna para sus horas. "No se puede caminar rápido y silbar" había soltado antes de cortar la línea y había dado justamente en la médula del vértigo en que ella (y quizás su generación entera) se encontraba envuelta.

Ya con los ruidos que su estómago le propinaba por la falta de elementos sólidos, se quedó pensando en cuántas veces había escuchado silbar por la calle últimamente. Y había ido por más. Intentó escarbar en su memoria si alguna vez había visto abiertamente silbar a una mujer. 

Sin dejar de repasar las redes sociales que administraba, tomó los últimos apuntes y cuando al levantar la vista vio que el reloj emparejaba sus agujas en las doce, comprendió que se escurrían sus posibilidades de conformar un almuerzo saludable. Dejó atrás las pantuflas, se colocó un jeans ajustado y sin desconectarse -y ni siquiera anunciarlo- bajó por el ascensor en busca de provisiones.

Reconocer la ciudad en los mediodías siempre le había resultado un evento trágico. Las personas se abarrotaban en las paradas de colectivo, caminaban a un ritmo acelerado y la impaciencia de los autos impartía una serenata de bocinas que dibujaban la vida en el microcentro. 

Sintió un poco de culpa al pensar que estaba utilizando su tiempo laboral y formativo para tareas, que de haber sido bien planificadas hubieran encontrado otro tiempo. Aunque, por otra parte, pensó Ludmila, la vida en su incipiente adultez se había resumido a un exceso de planificación. Un detallado checklist que la hacía sentirse demasiado autómata a menudo.

Respiró profundo y aunque su paso era dinámico, procuró desafiar a la física y hacerle caso a Don Osvaldo, juntó sus labios e impulsó desde sus pulmones hasta que un tímido y agudo sonido se perdió en el viento de la ochava.

Había llegado a sonreir, o al menos sus comisuras se habían relajado cuando escuchó sonar de nuevo su teléfono. Aunque instintivamente su mano ya iba en busca de su bolsillo, se detuvo a medio camino, adjudicándose el derecho a caminar unas cuadras sin estímulos externos.

Levemente orgullosa de su autocontrol, mezcló manzanas con pomelos en una bolsa, tomates con huevos en otra y se decidió a caminar de regreso a su vivienda, esta vez volviendo por la mano de enfrente.

Su paz volvió a interrumpirse cuando se dio cuenta que las sendas peatonales eran solamente un gasto de pintura, y le tomó más de un minuto animarse a poner un pie en el pavimento. Su teléfono volvió a sonar y esta vez sus manos cargadas impidieron dar respuesta a la llamada entrante. ¿De qué se trataba la posmodernidad si no había espacios para desenchufarse unos minutos?

Sintió cómo las notificaciones se acumulaban en su móvil, y aunque permaneció estoica, llamó con pesadumbre al ascensor del edificio. El timbre de su teléfono volvió a sonar, esta vez un poco más lejano. Sin soltar las bolsas, colocó las llaves en las dos cerraduras que marcaban su puerta. Ludmila comprendió que estaba estresada cuando vio que su samsumg estaba sobre la mesa, recobrando batería.

Gracias

Gracias. A los que alientan siempre, y a los hinchas del resultado. A los que pagaron la cuota durante toda la pandemia y a los que tuvieron que recortarla porque la olla llamaba primero. A los socios vitalicios y a los que sufren todavía por la radio. A los cuarenta mil que viajaron a Paraguay y a los que se quedaron embanderando la ciudad. 

Gracias. A los relatores que dejan el alma en cada emoción, y a los que no le salen las palabras. Al periodismo que analiza con rigor técnico y conocimiento de causa, y al que habla con el diario de lunes. A los que interpretan la responsabilidad de ser nuestra voz, y a los que creen que pueden decir cualquier cosa.

Gracias. A los dirigentes que trabajaron por esta utopía, y a los que pusieron primero sus intereses personales. Aunque a fuerza de lágrimas, de ellos también aprendimos. A los que apostaron a las divisiones inferiores y a los que no le pagaron en término a cada entrenador juvenil. A los que hicieron crecer cada tribuna y a los que hoy no pueden siquiera acercarse al Centenario.

Gracias. A los que dejaron la vida en cada pelota, a los que resignaron salario para masticar un sueño. A los que sienten la camiseta desde pibes y a los que se quedaron a jugar con más dudas que ganas. Gracias a los goles y a las atajadas, a las recuperaciones, a las proyecciones y a los centros mal tirados. 

Gracias. A los líderes que convencen, y a los convencidos. A la templanza de un entrenador, que con más futuro que historia ya no saldrá de nuestro corazón. Gracias a la línea de tres, a la línea de cinco, a la línea de cuatro en una semifinal, y a jugar sin delanteros el partido más importante de nuestra vida. A los cambios demorados, a las formaciones sin confirmar. Gracias por la hermosa habilidad de optimizar los recursos para disimular carencias y maquillar con una estrella las heridas y las ansias de 116 años.