Caminar la noche




La calle estaba vacía. Apenas un perro ladraba lejos, imperceptible. El viento de mayo despoblaba la ciudad ni bien el sol empezaba a despedirse.

Silbando sin público, caminé por Dorrego hasta la esquina del café. Los mozos también se sumaban al éxodo diario hacia sus hogares. 'Guardate pibe', me gritó René desde adentro, mientras limpiaba la mesa con su trapo gastado. El clima y los miedos eran los dueños y tiranos del barrio.

Doblé por Ituzaingó, masticando las broncas y las tristezas. Mi vieja no lo podía superar: desde que se llevaron a Alicia, la casa era un sólo silencio. Junto con mi hermana, nos quitaron todas las fuerzas que nos definieron como familia. Aquel desorden italiano, esa algarabía usualmente injustificada, el viejo leyendo el diario en la mesa, rezongando y comentando cada detalle eran sólo una postal de una tierra muy lejana.

En dos años las palabras se nos habían escurrido de las paredes y yo hacía cada día, desafiando a todos los riesgos, mi mayor esfuerzo por demorar mi vuelta a casa. Metí las manos en los bolsillos de la campera negra, haciéndoles un lugar entre los lentes de sol y el pañuelo, para que el frío se sintiera un poco menos poderoso.

No escuché nada. No vi nada. No tuve tiempo de asustarme. La camioneta gris dobló en contramano y el ruido del escape estacionó justo delante de mis pies y mi perplejidad.

La puerta se abrió, violenta. Antes de que las palabras cobraran forma, un puño cerrado me impactó en la costilla. Mientras gritaba y nadie venía, un uniformado me esposó. Otro, con bigotes, se acercó tomando impulso y un rodillazo encontró mi frente sintiéndome desvanecer.

'Pará, viejo'. Todo era oscuro y confuso.  'Tiene que ser un error', solté, sediento, cuando los sentidos me fueron devueltos en otro lugar: el interior del vehículo, supuse. Tenía la cabeza tapada y algo me aferraba la boca, hasta que un bastonazo en las piernas me hizo caer de rodillas. 'Callate, callate pelotudo. Vas a saber lo que es bueno'.

Me desplomé sobre la chapa. Cuatro o seis borcegos empezaron a pisar mi espalda y a sofocar mi pedido de auxilio. 'Pendejo de mierda, qué hermoso culo tiene tu novia. Se lo miramos todos los días, cuando se toma el diecinueve'.

'Tiene que ser un error. Soy Dieg...', balbuceé, antes de que el escozor de la picana me tocara la nuca, y cuero cabelludo se tense cada vez que me tiraban del pelo, ideológicamente largo. Me sacudí del dolor, y una patada alcancé a dar.
'Quedate quieto pendejo, que ésto ya se termina'.

Mi viejo me había aconsejado tantas veces no involucrarme, y yo le había hecho caso. En especial, desde de que la pequeña desapareció. Pensé mucho en ellos dos. Por eso tenía que tratarse de una confusión. Yo había sido un estudiante ejemplar, y ahora pasaba mis últimos días mozos entre la universidad y la escritura de mi segundo libro.
¿Eran la cultura y el mundo de la ficción suficientes para ser considerado subversivo? ¿Alcanzaba con animarse a dudar para ser peligroso para el poder?

Imaginaba que no, mientras los ardores me subían por los pies, y el aire empezaba a faltarme. Decidí usar el último suspiro para lanzar mi bala de plata, lo que siempre había interpretado que me pondría a salvo: 'Soy Diego Basetti, licenciado en letras, escribo libros y me dieron el Premio Internacional Becker cuando era estudiante'.

Antes de barajar las diferentes alternativas. Antes de intuir que ya no podría caminar la noche. Antes de temer a dormir en un calabozo de torturas. Antes de ilusionarme con la posibilidad de que abran la camioneta y me tiren a la calle. Antes de darme cuenta que mi destino podía ser ninguno. Antes de comprender que podía ser arrojado al mar o la memoria colectiva, escuché lo que menos quería escuchar: 'Callate de una vez, pendejo. Sabemos bien quien sos'.

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