Filos


 El vaso transpiraba la mesa de madera, y dejaba ya cinco desalineados círculos de humedad. Ramiro bebió el último sorbo y fue por una botella más a la heladera. No era que tuviera sed, pero la cerveza sabía disimularle las tristezas.

Desde su silla, escuchó el ronquido de su madre en una casa donde habitación, baño y comedor eran casi una sola cosa. A sus mozos veinticuatro, sentía en su cuerpo y en sus emociones algunos sinsabores de la vida: unas horas antes su hija Luz había alcanzado su quinto cumpleaños y a Ramiro todavía le dolía que los festejos fueran tan distintos a lo imaginado.

Él lo había calculado todo: con su paga de los primeros días de la semana, más algún ahorro bien escondido, llegaría a alquilar algún inflable infantil y podría adelantar el pago de aquel peluche con que la pequeña se ilusionaba cada vez que compartían noches de televisión en los días de visita estipulados. Por eso, sintió que un cuchillo le atravesaba de lleno en sus proyectos cuando el domingo recibió el mensaje del patrón diciendo que no lo necesitaría esta semana.

Ideó un plan alternativo para salvar la ropa. Bien el lo sabía. Cuidar coches no era ni por asomo tan generoso como dar una mano en la verdulería. Sin embargo, madrugó todavía un poco más de lunes a miércoles y pedaleando tenazmente su bicicleta consiguió ahorrarse la fortuna que salía viajar en el 15 hacia y desde el centro de la ciudad y arropar lo suficiente para un regalo merecido.

Luz abrió grande sus ojos y besó a su padre generosamente al despedazar el papel que envolvía la docena de pinturas multicolores y maquillantes. No tuvo la misma aprobación por parte de su ex mujer, de quien Ramiro seguía peligrosamente enamorado -en realidad, sus últimos tiempos, habían sido de reiteradas desaprobaciones-.

Cuando Mariana le dijo que quería separarse fue mucho menor la sorpresa que cuando comenzaron a trascender los rumores de su nuevo compañero. En el barrio no se perdonaban los descuidos amorosos, y él sentía que la había descuidado. Aunque esa no era una definición precisa: no era a ella el único vínculo que él había desatendido descargando cajones de frutas y verduras, desde bien temprana la mañana hasta bien entrada la tarde. Sus amigos de la vida, la visita a sus siete hermanos y la ambición de ser un carpintero autónomo fueron sacrificios a los que también accedió para sobrevivir y asegurarle a Luz comida, algo de ropa y útiles escolares.

Por eso en noches como esas lo atormentaban pensamientos muy oscuros, y a pesar del alcohol que no lograba su pretendido efecto analgésico, apoyó la cabeza sobre sus manos llenas de lágrimas y pensando si alguna vez podría esquivarle a esa desoladora sensación que olía a futuro incierto, y ya había perseguido en estas tierras a sus padres y abuelos, se quedó dormido.


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Belén dejó caer placentera y pesadamente el último chorro de agua caliente sobre su espalda estrecha. Disfrutaba del baño como de ningún otro lugar de la casa, y para ella, desde hace tiempo, la ducha tenía una significación dual: por un lado, el tiempo relajado y necesario para desacoplar el estrés diario de su cuerpo; por otro, el espacio destinado para sus polvos más furiosos, recoveco de sus fantasías más variadas, nunca exentas de las dosis de amor bien recomendadas. Cavilando, secó su piel con minuciosidad hasta que el timbre repetido indicó que sus amigas estaban afuera.

Sus comidas de sábado al mediodía eran cita obligada. En general, repetían casa y menú, por lo que esta vez habían decidido dar un giro gastronómico y entre todas tirar un pedazo de carne a la parrilla. Su abuela le había dicho que nunca tenía que aprender a asar. Ella siempre recordaba este consejo como un resabio de machismo, una visión algo retrógrada que alejaba a las señoritas del fuego. Tiempo después intentó recuperar con más certeza aquellas palabras. "Nunca aprendas a hacer un asado. El día que lo hagas, ya no vas a tener el privilegio de que te cocinen, por lo menos los fines de semana", fue lo que más pudo traer del recuerdo del recuerdo, y ahora con un poco de bagaje en sus hombros contracturados encontraba en aquella frase una interpretación sorora, denotando que la única labor doméstica que los varones de la familia habían sabido encontrar con generosidad era al frente de las brasas.

La anfitriona daba las indicaciones y el equipo funcionaba coordinadamente. Paula y Eugenia avivaban las llamas moviendo a toda velocidad las últimas revistas rescatadas del cajón del mueble. Romina armaba una pirámide perfecta de carbones y Sofía condimentaba el prometedor pedazo de vacío. Un poco de alcohol le vino muy bien a cada uno de sus vasos y a la combustión incipiente. 

Belén tenía la habilidad de sentarse sobre sus talones en una silla. Mucho más que eso, ella pensaba que los mortales se dividían en quienes podían alcanzar esta posición sin sufrirla y quienes no. Lejos de pretender clasificar a las personas según su destreza física, ella consideraba que su postura -casi acrobática- era solamente abordable por aquellos y aquellas que tuvieran la suficiente soltura y libertad mental y que el cuerpo solamente era un reflejo de ello.  Desde su silla, con su torso inmutable, le pidió a Euge que le alcanzase la cuchilla gigante y negra guardada junto a los cubiertos.

Sus últimos meses habían sido turbulentos emocional y económicamente, y su principal efecto colateral era la consagración de su reciente novio en socio. En realidad, ella se encargaba de la parte contable de la verdulería céntrica mientras él, junto a algún ayudante ocasional, se encargaban de la atención al público y logística de mercadería. Belén era absolutamente consciente de que buena parte de su inversión habían tenido como destinataria a esa cuchilla importada que abría melones y zapallos con solo mirarlos fijamente. Por eso no le sorprendió la reacción de su estómago anudado cuando Eugenia no pudo dar con su paradero. Después de revolver todo infructuosamente,  y cuando lo único que quedaba de un asado espléndido eran cenizas, ella llamó a su incipiente compañero de proyecto comercial y amoroso. Él lamentó el extravío un poco más todavía. Porque sabía que implicaba una decisión inmediata para la próxima semana: tenía que optar entre comprar una nueva Tramontina  o contar con su último empleado informal. Y el filo resultaba imprescindible.

 

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Daba vueltas en su sommier, se quedaba mirando el ropero, el techo o la pared; cambiaba entre sus almohadas viscoelásticas. Pero no había caso. El sueño se había escurrido otra vez de su cuerpo. Había formulado diversas y rebuscadas teorías sobre su recurrente insomnio desde la adolescencia. Sin embargo, ninguna lo convencía. O más precisamente, ninguna le permitía identificar unívocamente el motivo de su vigilia, de modo de que fuera más sencillo erradicarlo por completo.

Gastón había dejado de leer textos complejos u oscuros antes de irse a dormir; había probado con un té doble de tilo, con un vaso de leche caliente, o medio de vino; había intentado ejercitar pausadamente su respiración, hacer actividad física tres veces por semana, llevar una vida sexual intensa, escuchar música con ondas delta. Siempre con el mismo resultado negativo. 

"El problema lo tenés ahí arriba", le decía su padre señalándole la cabeza, cuando los domingos intercambiaban el saldo de sus semanas y un virtuoso almuerzo. Gastón sospechaba de la razón de su padre, aunque se rehusaba a solucionarlo de un modo farmacológico. Sus propios limites en la automedicación le permitían un leve míorelajante en la más extrema de las situaciones. Por eso mismo, las madrugadas solían encontrarlo de pie, caminando -y siempre pensando- en su cómodo departamento.

A veces sentía a tal punto su pulsión por el control que pensaba que dejar los elementos de la cena sin lavar o la puerta abierta de un mueble eran enemigos de su descanso. Le dejaban una sensación de intranquilidad, de cosa sin terminar, de tarea pendiente para un mañana. Como si su cerebro le ordenase dar cierre a todo lo posible antes de permitirse descansar. Y Gastón se había decidido más a enfrentarlo que a obedecerle en el último tiempo. Así era entonces que las ollas se acumulaban en la bacha de su cocina, las compras yacían fuera de la alacena, la ropa adornaba las sillas de su habitación. Hasta que un día, cansado de no dormir, acataba dócilmente y comenzaba a poner las cosas en su lugar. 

Justamente, en una de esas noches, mientras su teléfono lo acompañaba con la bossa de Tom Jobim, que decidió hacer de la cocina un mejor lugar para vivir. Comenzó con los paquetes de galletitas dulces,  yerba y azúcar trasvasándolos a frascos coloridos. Siguió con las especias, que adquirían mejor color en sus exactos recipientes de vidrio, y cuando se topó con la bolsa de frutas y verduras que permanecía en la mesada desde la semana anterior, metió la mano sin notar que su dedo índice se toparía con un cuchillo gigante y afilado y le generaría un corte menor, pero suficiente para un insulto fuera de hora. Su piel ya había sanado cuando diez días después encontró tiempo para caminar dos cuadras hacia la verdulería.

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