La gloriosa

¿Dónde se guardan los recuerdos tejidos en el patio de una escuela?
¿Dónde duermen las enseñanzas que brotaban de cada aula?


Quizás sean nuestros oídos, dueños de tanto pasado idealizado, cada vez que se escucha la canción donde el azar nos reúne.
Tal vez sea en nuestras manos, víctimas de un rigor exagerado, por repetir arcaicamente tanta caligrafía técnica.

Podría ser en los bolsillos, como ese conjunto de monedas que se convertían en facturas, cada recreo de las 8:20.
Podría ser en los ojos, que alguna vez abrigaron esa ilusión adolescente, después de un inesperado cruce de miradas en el patio.

Se llevan, probablemente, en la mesa familiar cuando hermanos, madres y primos pueden hablar con desmesurado orgullo de «L'Industrial».
Vibran, eufóricos y desacompasados, en esos lugares donde nos lleva el andar y la amistad sigue siendo el lema.

Se llevan, una parte, en la sangre cuando nos reconocemos hijos de la educación pública de calidad.
Se mueven cuando el pecho se infla, al contar que un puñado de docentes logró frenar los embates menemistas, para que la escuela siga siendo técnica.

Van resonando, de a partes, en nuestras mentes, cuando recordamos esas palabras de algún profesor que se animaba a salirse del programa, y nos dejaba algún secreto para el camino a transitar.
Van rebotando en nuestro cuerpo todo, que en seis años sufrió las más drásticas transformaciones, dejando atrás la niñez para asumir la pertenencia a un mundo hostilmente hermoso.

Pero indudable y completamente, se alojan en el corazón cuando no es difícil recordar a un director que fue consultado sobre por qué no había denunciado ante la policía los desmanes que sus alumnos -recientemente egresados- solían realizar con creciente efusividad.
"¿Cómo podría hacer eso? ¡Son como mis hijos!", respondió Jorge Basílico.



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